Aullidos que palpitan más fuerte que mi conciencia, suena la memoria retumbando entre mi pecho su boca, su roja y gruesa lengua como si de un tono masticado de vampiro se tratase. Humedezco retorcida mis piernas mirando el sonido de mi segundero. Aprieto tanto que recuerdo no llevar ropa que tape mis desvelos, qué desastre de pensamientos que no me dejan vestirme para que caiga cerca de mi talento. Por fin la veo venir, melena larga y cuidada, ondas sacadas de la peluquería y ese embrujado olor a ella misma mientras camina me mata. Observo sus enormes pechos subidos hasta la garganta, sus uñas descuidadas llenas de faltas de ortografía que a mí me encanta corregir. Ella habla, explica y yo asiento, asiento tanto que parezco sumisa. Entre todas las alumnas me elije a mí de ejemplo, sus manos en mi cadera, su respiración besando mi morbo, mi saliva moja mis ganas de besarla. Una vez corregida mis caderas, enreda sus piernas entre las mías mientras la música suena derrochando un estribillo más caliente que yo, sus ojos devoran los míos, sus manos sujetan la postura correcta de mi cabeza y al quitarlas me roza suavemente los labios pero no los que yo quisiera debo confesar. Llevo intentando memorizar este maldito tango dos meses, torpe corrupta me siento intentando robar sus deseos. Sigo practicando ante el espejo, se acerca por detrás, me sube mi brazo izquierdo, desliza la yema de sus dedos hasta llegar a mis glúteos, me susurra al oído manipulando muy bien los silencios:
– El tango no se aprende de memoria, se siente.
Acaba la frase con una cachetada, vuelvo a ser sumisa pero llega el final de la clase y me dirijo a ella, no puedo hablar, se me caen las muecas de la vergüenza. Y decido sentir mi tango, la empujo contra el espejo donde tantas veces he visto reflejada sus insinuaciones, aparto sus pelo, esnifo su olor una y otra vez. Beso su cuello mientras mis manos sujetan sus muñecas, subo lentamente hasta su oído, mi lengua dibuja una flecha hasta su boca donde por fin penetro mi culpa. Abre sus piernas y mis manos levantan su falda apretando bien sus nalgas. Besos mojados ahorcados en las garras de dos mujeres seducidas por una curiosidad. Me agarra fuerte del moño descuidado y es ella la que se lanza ahora a por mí, me aprieta tanto que crujen los cristales haciendo eco de nuestros gemidos. Sudamos tanto que resbalamos al suelo, subí su falda de ensayo y con mis dedos separé el maillot para acariciarla. Por su humedad parecía que la tormenta estaba a punto de llegar, entonces usé mi lengua suavemente dando pequeños mordiscos en su sexo. Ella se fue bajando la parte de arriba y a través del espejo veía como se acariciaba sus sonrosados pezones y lamía con su lengua mientras jadeaba mi nombre. Daba golpes en el suelo con sus manos que jamás había visto hacer con sus pies. Subí hasta su boca, mi cuerpo estaba ya encima de ella, pecho con pecho, pezón con pezón y manos agarradas tan fuertes que gritaba de dolor, me movía de arriba hacia abajo buscando desesperadamente el roce de ella y el placer era exquisito. Ahora era ella la que estaba disfrutando de mí y saboreando todo mi ser. Un grito con voz ronca delató mi final. Entonces ella se sentó y abrió sus piernas y empezó a masturbarse. Su grito final se infiltró en la sirena que anunciaba la próxima clase. Enseguida nos levantamos, nos colocamos bien la ropa y respiramos hondo, entonces oímos un nuevo gemido y asustadas miramos hacia la otra planta y vimos como la puerta que daba al vestuario se abría y cerraba de un portazo reciente y en el suelo quedaba tirado una prenda masculina interior.
Al salir nos esperaban nuestros respectivos maridos para ir al bar de la esquina, nos sentamos y pedimos una copa llena de alcohol quizá para justificar nuestro relato donde las dos habitamos en sitios prohibidos gobernados hasta entonces por nuestra mente.
Aullidos que palpitan más fuerte que mi conciencia, ya os lo dije.
Autor: Raquel González
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