Secretos de una caseta


“¿Llevará algo debajo de la toalla?”, no paraba de preguntármelo, según iba y venía de la caseta con rayas verdes y blancas donde guardaba sus cosas.

Se había anudado la toalla a la cintura como si acabara de darse una ducha. Tenía el cuerpo esculpido, cincelado como una escultura griega. Me volvían loca las líneas oblicuas que marcaban sus músculos por encima de la toalla, y que entraban dentro de su pubis, como indicándome el lugar exacto dónde tenía que dirigir la mirada. “Se le va a caer”, pensé en un momento que se inclinaba para coger algo del suelo. ¡Cómo me estaba poniendo! Con disimulo, fui a recolocarme la cinta del tanga por la zona de las ingles, y al rozar mi vulva me sentí ya completamente empapada. No pude evitar acercar los dedos a mi clítoris y empezar a acariciarlo mientras miraba su torso e imaginaba cómo me lo follaría.

—¿No te bañás, Laura? —di un brinco al escuchar su voz. —El agua está rebuena—. Sin duda, se había percatado de mis movimientos.

—Ahora no, me estoy secando ya. —¡No me lo creía ni yo! —Después de comer bajaré a darme un baño —le dije mientras me levantaba y recogía la toalla.

—Dale, aquí te espero luego.

Matías llegó a nuestras vidas con el comienzo del verano. Le contrató la comunidad de vecinos como socorrista de la urbanización. Según me comentó en una de nuestras charlas, terminado el verano, volvería a Buenos Aires para continuar sus estudios.

“De esta tarde no pasa, a la hora de la siesta me lo tiro”, me dije, convencida. La piscina se quedaba casi vacía entonces, y ese sería el momento ideal para hacerlo.

Apenas pude comer, quizá atenazada por los nervios que me producía la resolución que acababa de tomar. A las dos horas bajé a la piscina. Según se abría la puerta del ascensor me topé con mi madre, que iba a entrar cuando yo salía.

—¿Vas a la piscina, cielo? El agua debe estar buenísima —dijo sonriendo.

—Si… voy a darme un baño. ¡Mamá, te veo estupenda! ¡Qué bien te está sentando el verano! Se la veía radiante y con un precioso color de piel.

Cuando llegué a la piscina, no vi a nadie. Matías debía de estar dentro de la caseta. Me acerqué hasta ella. No creo que midiera más de cuatro metros cuadrados, pero os aseguro que si las paredes pudieran hablar, las de este cuartucho contarían secretos inconfesables de muchas de mis vecinas. La puerta estaba entreabierta, de modo que introduje la cabeza por ella y, sin apenas darme cuenta, Matías apresó con sus manos mi cara y comenzó a comerme la boca.

—¿Es esto lo que buscás, linda? —me asombré al escuchar su tono de voz.

—Sí… vengo a follarte —dije sorprendiéndome a mí misma. Matías me tomó entre sus brazos y me elevó para sentarme encima de una mesa de la caseta. Retiró con su brazo lo que había encima de ella, y me sentó en el borde. Abrió mis piernas y me retiró el tanga hacia un lado, dejando mi coño frente a su cara. Lo miró con deseo, el mismo que yo tenía por sentir su lengua en mi vulva. Acercó a ella su boca y sus labios se fundieron con mi coño. Comenzó a comerme como si estuviera degustando un manjar. Yo chorreaba entera. Mi excitación concentraba el jugo de todo un verano de deseo. En un momento dado se incorporó y comenzó a quitarme el tanga, subiendo mis piernas por encima de su cabeza. Lo tiró al suelo, y tomó mi culo con sus manos, de modo que mis piernas quedaron abiertas a lo largo de su torso. Se puso un preservativo con destreza. Acercó su pene hasta mi vulva, y lentamente comenzó a introducirlo dentro de ella, sin apenas esfuerzo. Podía sentir cómo me abría a su paso, mientras lo alojaba gustosa y le invitaba a no dejar ni un solo hueco por llenar. Comenzó a moverse cadencioso. Cada vez que su glande percutía con el final de mi vagina, me permitía alcanzar grados de excitación insospechados, zonas de placer desconocidas hasta ese momento. De pronto, comencé a correrme y a esparcir líquido hacia todos los lados. Un orgasmo sucedió a otro y, a este, otro diferente, mientras no paraba de llenar de squirt hasta el último rincón de la caseta. Matías estaba ya completamente bañado en mis líquidos, cuando comenzó a gemir mientras yo sentía los espasmos de su polla estallando dentro de mí.

Recién follada y satisfecha, me agaché a recoger las braguitas de mi biquini. Junto a ellas vi uno de los pendientes que mi padre le había regalado a mamá en sus bodas de plata, y que ella buscaba desesperadamente desde hacía dos semanas. Me quedé en estado de shock, pero enseguida pensé: “no te preocupes mamá, entre bomberas no nos pisamos la manguera; lo que pasa en la caseta, se queda en la caseta”.

Autor: Luis Duro