En cuanto salió por la puerta, con portazo incluido, decidí que no soltaría ni una lágrima de más, no compraría chocolate ni cantidades ingentes de helado y, por supuesto, me mantendría a una distancia prudencial del alcohol. Tampoco se merecía que yo estuviera pensando ni un solo segundo más en él ni mi cuerpo cogerse varios kilos por el camino.
Salir a dar una vuelta para despejar la mente y el corazón me pareció una buena idea. Y, sin saber ni cómo, acabé en aquella tienda de barrio con escaparate atrayente, aunque discreto para todo lo que vendían allí dentro. Tan solo había estado una vez para pillar el regalito de despedida de soltera de Arancha y, de paso, aprovechar para comprarme un modelito subido de tono que excitase a aquel cabronazo que, desde hacía días, intentaba justificar los cuernos que me había puesto amparándose en que la pasión había ido en declive entre los dos y que la tentación de haberse liado con aquella rubia, con la que llevaba más de cuatro meses, era debido a mi falta de entusiasmo en la cama.
¡Entusiasmo en la cama! Se iba a enterar ese gilipollas lo que era entusiasmo.
Tras saludar a las dos dependientas, que se ofrecieron por si necesitaba ayuda, comencé a caminar entre aquellos pasillos rebosantes de consoladores, dildos y falos con vida propia y tamaños tan dispares que, en un momento, me hicieron pasar del bajón de sentirme engañada, herida y abandonada a pensar en lo idiota que había sido al tardar tanto en volver a entrar a aquel Sancta Sanctorum del placer compartido, onanista, correspondido o manifestado. Una delicia que anhelaba calentar entre mis piernas, hacer chorrear entre mis dedos y disfrutar en todos y cada uno de los orgasmos que tuviera.
Regresé a por una cesta y a por una de las dependientas que se mostraron eficientes y didácticas al explicarme lo que necesitaba para estimular mi libido y, también, para limpiar y lubricar a mis nuevos compañeros de habitación.
La vuelta a casa la hice con varios euros de menos en mi cuenta corriente, pero con una coqueta bolsa de tela, suficientemente discreta como para esconder el motivo de la sonrisa que comenzaba a vislumbrarse en mis labios, ante la idea de ir a pasar una velada perfecta, en compañía de mí misma. Pero la sonrisa se me cortó de cuajo al ver en el portal al gilipollas de Joaquín que, por lo visto, se había olvidado las raquetas de paddle en el pasillo de casa.
—Anda que has tardado mucho en sustituirme, ¡eh! Nunca se te ocurrió entrar en esa tienda cuando estábamos juntos y, tal vez, eso nos hubiera animado un poco.
Un reflujo de ira ascendió por mi vientre hasta alcanzar la cabeza y parar en mi boca para responder:
—Los sustitutos vendrá en un rato a ponerlos en funcionamiento. Tú quédate aquí, que enseguida te mando las raquetas.
Y con la bolsa colgando del hombro abrí el portal, sin permitirle entrar.
Con la bolsa y las putas palas en su interior me dirigí a la ventana para lanzárselas desde el tercero en el que vivía. No esperé a ver si había podido cogerla al vuelo. Tan solo escuché el alarido que dio cuando le cayeron encima. ¡Lástima que no levantase pesas, el muy..!
Me dirigí a la cocina y, entre silenciar el teléfono, descorchar una botella de vino blanco y ambientar el salón con luz amortiguada, fui encendiendo la vela aromática y abriendo todas y cada una de las cajas para descubrir y alimentar a mis nuevos amigos.
Mientras me acomodaba en el sofá, con la bata medio abierta, camuflado entre la música escuché el leve murmullo de aquel nuevo aparatito del que tanto se oía hablar. Lo observé, lo metí entre mis piernas, mientras con los dedos embadurnados en aceite con olor y sabor a fresas y champán me tocaba los pezones erectos, estimulando todos mis sentidos, y lo sentí, cosquilleante, delicado y humilde. Comenzó a moverse, de manera leve, susurrándole una presentación rápida a mi pequeño botón sonrosado y recién despertado del letargo invernal, hasta culminar en un éxtasis despiadado, intenso y necesario. Y, todo ello, sin pedir nada a cambio, sin esperas interminables ni cambios posturales que llevaran a desconcentrarme de ese dulce soplido que rozaba mi ser, similar al viento cuando roza la flor. Para terminar vibrando, después, hasta llevarme a la extenuación jamás conseguida por la lengua de aquel ingrato cansado de saborearme.
Autor: K.DILANO
2º premio de nuestro concurso de Relatos Eróticos 2020