El calor sofocante de aquella noche de verano penetraba a ráfagas por la ventana. El aire cargado rozaba la piel desnuda y agitada de dos cuerpos sudorosos, embebidos en un vaivén ardiente, cada vez más violento. Solo el reflejo de la ciudad, sus luces nerviosas rebotaban en el cristal como una lluvia de destellos cambiantes. El sonido metálico de un dosel que se estrellaba contra la pared, dio paso a los gemidos de un orgasmo feroz. Olía a urgencia, a choque animal, a salvaje desenfreno.
Aquellos encuentros siempre acababan del mismo modo, pero tenían un incierto comienzo. A Lucas le molestaba que aquella desconocida se marchase siempre tan precipitadamente, sin un adiós. La frialdad tras ese calor desbordante de dos cuerpos que se movían como uno solo, hambrientos de placer, le helaba por dentro. A la mujer no parecía importarle… Después de cabalgar sobre él, de saciarse y arrancarle el goce a galopadas, se apartaba con rapidez, se vestía y recogía sus cosas.
—Ya te buscaré…Un día de estos—decía, ya sin un ápice de emoción.
—¿ Pero… cuál es tu nombre?—le preguntaba Lucas, como otras veces. Ella cerraba la puerta tras de sí, sin contestar.
La vida de Lucas, su día a día a ciegas, se deslizaba por los mismos espacios aprendidos del metro, senderos previsibles, recosidos por la rutina, obstáculos cotidianos que sorteaba con su bastón…Se había acostumbrado a vivir en la sombra. Ahora, sin embargo, le pesaba más que nunca esa ceguera que le impedía encontrarla y capturarla, hacerla suya, gobernar ese ritmo frenético, sentirla de verdad sin la urgencia de un encuentro fortuito. Pero, solo ella marcaba las reglas del juego. Era la predadora y Lucas solo la presa.
No sabía su nombre, pero aquella sombra imprecisa, hecha de carne estremecida, de instinto golpeado, invadía sus sueños. La deseaba, sí, pero de otra manera… Con el deleite de la calma, con regodeo, sin la premura enfermiza de alcanzar el clímax como un premio urgente y gaseoso. A menudo imaginaba como sus manos recorrían su piel, ceñían su cintura a punto de la chispa. En ese instante anterior a la tormenta quería detenerse; sobre el vértigo previo antes de lanzarse al vacío. En sus sueños podía recrearse, jugueteando con sus pezones, rodeándolos lentamente con la lengua, sin prisas. Turbada por el asedio, sus muslos se separarían perezosamente, como una puerta entreabierta que muestra la humedad de ese néctar bendito, desgobernado y ardiente. Sus dedos apartarían con delicadeza los pliegues de su sexo, hasta alcanzar el círculo tembloroso, anhelante, escondido, de su feminidad. Probaría todos sus jugos, abrazaría todas sus curvas, las de su piel, las de su vulva palpitante, hasta que aquel acoso, insoportable, le hiciera retorcerse y elevarse en súplica. Y aún la haría esperar un poco más…Para sentir el tacto de su dermis cambiante por la excitación, el olor nuevo de su pleamar a punto de nieve, el agua interna de sus ríos, el sonido de su vello erizado, el rubor de la luz en sus recovecos…
Ella llega otra vez como un destello, una ráfaga, un relámpago ingobernable…Entre los miles de olores del metro, Lucas reconoce con exactitud el aroma de aquella hembra, poco antes de su asedio premeditado. Sabe que le observa de cerca, dispuesta a capturarlo. Escucha su avance decidido, el repiqueteo de sus tacones sobre el suelo, el olor de su sexo líquido bajo la falda. Y a continuación su aliento en el oído…
—Señor Fernández, es hora de follar.
Lucas, incapaz de replicar, se deja conducir hasta su propio apartamento, con el pantalón abultado por la excitación.
—Veo que se alegra de nuestro encuentro—le susurra, al tiempo que mordisquea su oreja, encendiendo aún más su deseo, mientras rebusca en su bolsillo, acariciando sin pudor su erguida masculinidad.
Antes de abrir la puerta, en el rellano de la casa de Lucas, le baja la cremallera del pantalón, para liberar su pene. Lucas trata de ahogar su aliento y traga saliva. Ella, de rodillas sobre el felpudo, chupa con avidez, marcando el ritmo con una de sus manos, amarrada a las nalgas del hombre. En el silencio de la escalera, se escucha el chirrido de una mirilla…Alguien observa la escena y lanza un quejido de sorpresa o de placer, lo que acelera las ansias de ella, que aún se esmera más en la faena.
—La quiero así de dura. Me lo merezco —le dice mientras se relame. Después le conduce dentro del apartamento, sin quitar una de sus manos del miembro, que masajea con complacencia.
Lucas entra en su casa a trompicones, sin resuello, acorralado por el ansia de poseerla. Con torpeza trata de librarse de la camisa; ella le ayuda a despojarse del pantalón y después le empuja sobre la cama.
Así, sin preliminares, ni caricias, a lo vivo, la mujer sin nombre, la desconocida que le acorrala de cuando en cuando en una estación incierta del metro, se desnuda con prisas y estrella sus pechos contra Lucas, que atolondrado, trata de alcanzar los pezones con la lengua. La encelada le acaricia el pene con su vulva; ambos se estremecen, golpeados por el abismo del deseo. Devoradora, sinuosa, se acomoda sobre el sexo erguido; como una boca abierta que resbala en él, poco antes de la cabalgada. Enseguida gime de placer al sentir la dureza de la invasión. Lucas percibe el ardor de sus pezones, endurecidos por el goce, y por fin los alcanza para acariciarlos. Ella aprieta sus manos para que agarre sus pechos con fiereza, no quiere otra cosa que recibir el retorno violento de sus embestidas. El ciego siente la pulsión de su sangre, arrasadora, incendiaria, y tirándola del pelo con ferocidad, empuja su miembro aún más dentro de ella. Su gemido desbordado le alienta y Lucas aprovecha su éxtasis para hundir en ella más, conteniendo su propio deseo, hostigándola con su asedio una y otra vez. La mujer sin nombre alcanza el clímax varias veces, hasta que agotada se abandona sobre el lecho, con el sexo dolorido, palpitante aún.
Lucas la acaricia, descubriendo por primera vez sus contornos, el rubor de su piel, al tiempo que sin querer se derrama sobre su cadera. Ella nota el líquido caliente, y lo extiende por su cuerpo, y sobre su sexo inflamado, tratando de aplacar el ardor.
—Me llamo Verónica—pronuncia, antes de dormirse a su lado. Lucas, satisfecho, vuelve a acariciar las sábanas vacías.
*Relato ganador del II Concurso de Relato Corto Erótico de San Sebastián de los Reyes. Autor: María Cristina Menéndez Maldonado.
Debe estar conectado para enviar un comentario.