Ganadores del concurso Átame con palabras


Todo el equipo de Lys Erotic Store queremos agradecer a todas/os los que han hecho posible este primer concurso de relatos cortos eróticos de San Sebastián de los Reyes.

En primer lugar a los participantes: Tenemos que admitir que no nos esperábamos una participación tan elevada, pero nuestra mayor sorpresa ha sido la calidad de todos los relatos recibidos. Podemos garantizar que la elección de los 5 finalistas ha sido muy complicada.

En segundo lugar a nuestros colaboradores: ¡Muchas gracias!. Estamos encantados de poder colaborar con otros negocios de nuestro municipio, sobre todo, con establecimientos con una trayectoria profesional tan increíble, como la Librería Pernatel, el restaurante EL Foro Real 52, Hotel Alegete y Shen Estética.

Y en tercer lugar: nuestro especial agradecimiento a nuestra súper sexóloga María Esclapez  y a Manuel Durán, por su complicada labor como miembros del jurado, a Sol Torres por su espectacular presentación y a Eva de la librería Pernatel, por su alto grado de implicación en la organización y el buen desarrollo del evento.

A continuación os dejamos los relatos del ganador y del finalista. Esperamos que os gusten tanto como a nosotros. Y recordad que este ha sido nuestro primer concurso, pero seguro que no será el último…

Ganador:

Autor: Juanjo Gijón Martinez 

Título: OBSEX

No me domina, me posee.

Pierdo toda capacidad de concentración cuando pienso en ella y sólo veo escenas de cuero, látex, fustas, látigos, fuego, dolor y sexo. Después de ella, ninguna mujer ha sabido regalarme orgasmos como aquellos, tan intensos que todavía me hacen temblar al recordarlos.

La vi por primera vez en una cafetería. Estaba sola. jugaba distraídamente con la cucharilla que parecía bailar dentro de una taza casi vacía de café. Gabardina verde, unas grandes gafas de sol, resultaba casi imposible saber quién era. Creo que me sonrojé cuando se giró y me miró. Sin dejar de tener su cara orientada hacia mí, bebió despacio el último sorbo de café, se levantó, y con un simple gesto de cabeza, interpreté que tenía que seguirla. Caminamos así, sin hablar, durante un par de calles. El sonido de los tacones de sus botines sobre el asfalto mojado por la lluvia de la noche anterior, marcaba el ritmo de un paso decidido, pero elegante. No me atrevía a alcanzarla, me limitaba a seguirla, observando cada detalle de su silueta, de su contoneo.

Llegamos a un portal, se detuvo y sólo dijo: “sube conmigo”. Entramos en su casa, un gran salón rojo con una cama en medio, y tres puertas negras cerradas que nunca vi abiertas. Un par de claraboyas, y un aparador elegante con un gran espejo. Nada más. Bueno, sí, el olor de un perfume que todavía, hoy, respiro cuando pienso en ella. “Desnúdate”. Era imposible desobedecer.

Mientras yo me quitaba la ropa, nervioso, balbuceando algunas frases inconexas, ella sacó del primer cajón cuatro pares de esposas con las que me apresó, boca arriba, sobre la cama. Mi cuerpo parecía una gran X. Sentí vergüenza. Se quitó por fin las gafas de sol y se mantuvo un momento firme, de pie, frente a mí, mirándome casi con desprecio. Desabrochó sin prisa los botones de su gabardina dejando al descubierto un impecable cuerpo de mujer: firme, maduro y sin retoques. Su pecho generoso sobresalía de su corsé negro y brillante; podía distinguir el borde de las aureolas que intentaban escapar de su prisión.Sus medias negras marcaban con claridad el dibujo de sus piernas con líneas suaves y curvas cerradas: la carretera al infierno. Y allí, ante mí, su sexo. Un sexo depilado, un sexo posesivo, un sexo experto, un sexo sediento, un sexo exigente.

Apoyó sus manos en mis tobillos. Mi erección inmediata era tan intensa que temí eyacular sin haber empezado. Lentamente, fue acercando las manos hacia mi miembro que ya estaba al borde de la explosión cuando, inesperadamente, colocó en él un anillo de diámetro estrecho, aparentemente mal calculado -pensé-, mientras mi sangre iniciaba una auténtica revolución por mis venas. De pronto, alargó un brazo hasta el borde de la cama para coger una fusta larga, con la que azotó dos veces la cara interna de mis muslos. Grité de dolor. Volvió a hacerlo con más fuerza. Ahora en el abdomen, después, en el pecho, en los costados, en los brazos. Nunca había sentido tanto dolor, y al mismo tiempo, tanto placer. Un placer que no conseguía liberar, un placer retenido, apresado y torturado. Se arrodilló sobre la cama y me acarició, lentamente, las ingles. Las yemas de sus dedos eran tan suaves que creí estar jugando con un ángel, hasta que sentí cómo sus uñas se iban clavando muy despacio en mi piel. La sangre no tardó en brotar. Volvió a mirarme a los ojos, intensamente, con la boca entreabierta, roja, muy roja. Dejaba ver con dificultad del brillo de una lengua carnosa que se movía por dentro, esperando su recompensa. Con una mano, tomó mi sexo y acercó sus labios hasta la punta de mi miembro que desafiaba, indiferente al dolor cercano, la ley de la gravedad. En ese momento, fui suyo. Dejé de existir para convertirme en el esclavo de su lengua, una lengua que parecía conocer todos los secretos del universo. No puedo describir el placer que sentí cuando mi esencia salió de golpe, disparando probablemente hacia el centro exacto de su garganta. Seguía mirándome, pero una suave caída de párpados casi imperceptible me hizo saber que estaba teniendo un orgasmo.

Seguí frecuentando aquel bar a diario, con la esperanza de volver a verla, pero sólo aparecía a veces, de manera esporádica. Cuando lo hacía, el ritual era parecido. Las conversaciones no existían. Sólo sesiones de dolor y sexo que me hicieron descubrir placeres en cada milímetro de mi cuerpo, en las zonas más cóncavas y en las zonas más convexas.

En aquellos días, tuve que llamar a una empresa de contratación de asistencia a domicilio para ocuparse de las tediosas tareas domésticas.

Contraté a la primera candidata, una chica joven, atractiva, bastante educada, a la que no tardé en seducir. Fuimos congeniando, mientras limpiaba mi casa. Una tarde tranquila, ella planchaba, yo miraba su nuca, su espalda, y sus caderas; le pedí que se tomara un descanso, brindamos con la primera copa, y al cabo de dos conversaciones, tres miradas y cuatro canciones, estábamos en mi cama, desnudos, practicando sexo puro y convencional.Intenso, pero convencional

Descansamos abrazados, hasta que mi deseo caprichoso se volvió a poner exigente. Sorprendentemente, no pude evitar colocarla de espaldas a mí, y sabiendo hacia dónde apuntaba, la sodomicé con la única lubricación previa de la humedad de su propio sexo. Apreté sus pezones con fuerza, la suficiente para que doliera, pero no tanta como para causarle daño. Quiso gritar, pero tapé su boca y, pese al dolor que se desprendía de sus gestos, noté como crecía en ella una excitación casi primitiva. Nos corrimos más que la primera vez.

Pasó a ser mi esclava, mi sierva, mi doncella y mi posesión, sin dejar de pagarle religiosamente, cada mes, el sueldo mínimo acordado por las tareas de casa.

Y así, durante algo más de un año, viví feliz y atormentado entre dos mundos paralelos: el de mi ama, mi dueña, mi única diosa, con la que nunca crucé más de cuatro palabras, y mi objeto, mi animal domesticado, mi pertenencia, aquella joven seducida y agradecida.

Ha vuelto a llover, el suelo está mojado y camino apresurado por las calles de mi ciudad, de regreso a casa, sólo quiero desnudarme, ducharme y descansar. Pero alguien viene, por la misma acera, hacia mí.

Son ellas, las dos, juntas. No consigo comprender qué está pasando. Dios y el Diablo vuelven a aliarse para mover los hilos del destino.

Parece que no me han visto, miran escaparates, se detienen para ver las últimas novedades de una librería de barrio, pero al reanudar su marcha, chocamos de frente. Las grandes ciudades son lugares pequeños cuando el azar tiene ganas de jugar. La más joven sonríe, con ilusión, al verme, mientras exclama “¡Qué casualidad! ¡Tú, por aquí, con el día que hace! ¡Qué bien! Mira, te presento a… mi madre. Mamá, éste es…”

No me domina, me posee.

No me dominan, me poseen.

OBSEX

 

Finalista:

Autor: J. Álvaro Gómez

Título: LA EXPOSICIÓN

 

Yo solía recibir toda clase de convocatorias por mi oficio de periodista, pero aquella en concreto me resultó un tanto extraña. Primero por su título, “El BDSM y la libre experiencia”. Después, por el anfitrión del acto que, en ese momento, no recordaba quién era. Abrí el ordenador y le busqué en google. Tecleé Luis Nevado fotógrafo e, inmediatamente y al ver la primera imagen, me vino a la cabeza quién era aquel hombre que me invitaba a su exposición. Habíamos trabajado juntos en varios reportajes para el periódico, pero de eso hacía ya bastantes años. Miré la fecha en la agenda, llevaba mucho tiempo sin asistir a esas aburridas citas y ese día lo tenía libre, así que decidí reservarlo para ir a ver aquella muestra y salir del letargo nocturno en el que vivía.

Pasaron las semanas y me vi en la puerta de aquella pequeña galería. Frente a mí, y anunciando la exposición, un cartel con una mujer desnuda colgada por unas cuerdas; la instantánea me sorprendió. Entregué la invitación y pasé al interior. El lugar estaba casi en penumbra, no había ninguna ventana y sólo había la luz necesaria para iluminar los cuadros con las fotografías. Un camarero se me acercó con una bandeja con bebidas, cogí una cerveza y me giré hasta ponerme delante de una de aquellas imágenes. Miré con detenimiento la fotografía; un hombre de unos cincuenta años, arrodillado y con la lengua fuera, lamía un brillante zapato de mujer. No había nada más. Una a una escudriñé las fotos a la vez que tomaba la cerveza. Me detuve en una y, sin ser consciente de ello, solté en voz baja, –Pues no me excita nada-. Inmediatamente una mano se posó en mi hombro e hizo que girara mi cuerpo ciento ochenta grados, a la vez que alguien me decía, “Querido amigo, no sabes lo que acabas de decir”. Allí estaba Luis Nevado, con su mano extendida y dispuesta a recibir mi saludo. En ese momento comenzamos a chalar de los viejos tiempos y a ponernos al día. Después de un rato, el fotógrafo se disculpó y me insistió que me quedara hasta el final de la exposición, que había preparado varias sorpresas y que le gustaría mucho que estuviera yo. “Jamás viste nada igual, te lo juro” con esas palabas se despidió de mí. No sé muy bien el motivo, pero me quedé allí haciendo tiempo hasta que llegara el esperado final. La curiosidad del periodista era más fuerte que la aburrida exposición. Poco a poco fue pasando el tiempo y el ir y venir de gente comenzó a disminuir. Ya eran las doce y media de la noche cuando cerraron las puertas. En aquella sala apenas quedábamos diez o doce personas. Ya no había camareros por allí y no distinguía a nadie de seguridad o personal externo. Se ve que sólo habíamos quedado los más cercanos al artista.  “Acérquense, por favor” gritó Luis desde el fondo. Todos nos arremolinamos rodeando al protagonista. “Es la hora de ponernos manos a la obra y hacer realidad esta exposición. ¡Qué entren ya!”. En ese momento aparecieron tres mujeres por detrás de nosotros, cada una de ellas llevaba unas mochilas de deporte. Se pusieron delante, dejando en el suelo las pesadas bolsas y gritaron, “Vamos a divertirnos, ¡ahora!” Luis aplaudió impetuosamente mientras nos decía, “¡A desnudarse!”. Aquello me paralizó por completo. Fue entonces cuando todos dejaron las copas en el suelo y comenzaron a quitarse la ropa. Una pareja que estaba a mi lado se quedó casi desnuda al instante. Ella llevaba unas bragas negras con cadenas plateadas que se unían a unas pezoneras que colgaban de sus pechos. Él, en cambio, llevaba un tanga con un agujero por donde salía su miembro casi erecto. Lo cierto es que, en menos de un minuto, todos los que allí estaban se quedaron sin apenas ropa. La escena me excitó. Luis se acercó y, susurrándome al oído, me comentó, “Déjate llevar”, mientras acercaba hasta mí a una mujer vestida únicamente con un liguero y unas medias oscuras. Pude ver su sexo rasurado y sus pechos totalmente duros. Ella se abalanzó sobre mí y comenzamos a besarnos. No sé qué pudo pasarme para que no me separase de sus labios. No podía dejar de besarla. La excitación iba en aumento. Ella, sin apartarse de mi boca, comenzó a desvestirme y, sin preocuparme por dónde estaba, me dejé llevar por sus manos. En un momento miré a mi alrededor y pude ver grupos de tres o cuatro personas jugando entre ellas con sus cuerpos mientras sacaban, de aquellas bolsas, elementos que reconocía de las fotografías; cuerdas, pinzas, fustas, etc… No encuentro explicación a mi forma de dejarme llevar; nunca me había pasado. No sé si fue fruto del alcohol, o del ambiente de semioscuridad, o del deseo que producía el ver gente desconocida desnuda haciendo cosas que jamás había visto. No sé. Mi pareja me dió la mano y me llevó, lentamente, hacia el lugar donde estaba el grupo de personas repartiéndose juguetes sados. Casi todas aquellas personas vestían cuero negro ceñido; bragas con metales, botas altas con tacón de aguja y bóxer con arnés. Mi compañera se agachó a coger algunos de aquellos elementos, entre tanto pude ver a una mujer haciendo una felación a varios hombres, a la vez que ataba sus miembros con unas cuerdas. Miré al otro lado y vi a otro desconocido poniendo pinzas en los pezones erectos de varias mujeres que, al sentir la presión sobre ellos, se llevaban sus manos a su sexo abierto. Se notaba perfectamente el brillo de la humedad que salía de su interior. Los gemidos comenzaron a llenar la sala. Mi acompañante se acercó hasta mí, llevaba en una mano una tira con bolas rojas colgando y, en la otra, una especie de látigo pequeño con un mango simulando un gran falo. Mi erección se detuvo, aquello me parecía de locos. Ella se quedó mirándome y dijo, “No es para ti. Es para mí. Te voy a enseñar a utilizarlo”. De nuevo me cogió de la mano y me apartó de allí. Se colocó en frente, se llevó las bolas a la boca y, muy seriamente, me advirtió, “Yo soy tu ama. Haz todo lo que te pida.” Sacó aquellos objetos de su boca, se abrió de piernas y, una a una, se introdujo las esferas mojadas. Mi erección resucitó al ver aquella imagen. Se las había metido por completo, dejando un hilo colgando de su sexo rasurado. Me dio la fusta, se giró dándome la espalda y, reclinándose hacia delante, me gritó que la azotara. Miré sus nalgas abiertas que dejaban a la vista sus zonas más íntimas, levanté mi mano que sostenía aquel objeto negro y robusto y, sin pensarlo, lo hice chocar contra su piel. Un leve grito salió de su boca, me miró y me pidió que fuera más duro. Observé todo lo que estaba pasando cerca de nosotros. Gente que se dejaba llevar por el placer, hombres gritando de gusto mientras eran penetrados por mujeres, mujeres que se retorcían  de satisfacción al ser atadas con correas. Fijé mi mirada en una pareja que estaban en una especie de potro, de los dos pude reconocer a Luis que, en ese instante, me miró y sonrió. Estaba teniendo sexo con una mujer tumbada en aquel sitio. Se giró y, señalándose su pelvis, pude ver con asombro como tenía, sobre su pene erecto, otro de plástico sujeto por la cintura. Se volvió hacia ella y, con mucha delicadeza, la insertó aquellos dos falos. Miré a mi compañera que seguía en la misma posición, pero que me pedía que la fustigara más. Acaricié su sexo comprobando lo mojado que estaba y, sin saber por qué, me acerqué hasta penetrarla. Fueron pocas acometidas lo que aguantó mi excitación antes de explotar dentro de ella. Con aquella sensación de relajación desperté de repente, los jadeos, los gritos y el calor me hicieron reaccionar de todo lo que estaba pasando a mi alrededor. Me separé de mi espontánea amante y, apresuradamente, recogí mi ropa del suelo. Me dirigí corriendo a la puerta mientras, como podía, me iba vistiendo. Luis se cruzó en mi camino, intentó pararme, pero le quité de mi camino y salí por la puerta. Poniéndome la chaqueta salí a la calle donde el frío me golpeó de repente. Cogí aire y, parado frente a la puerta, intenté organizar mis ideas. Las imágenes se agolpaban en mi mente, sentía el sabor a sexo en mi boca y mi respiración se entrecortaba cada vez más. Exhalaba más fuerte intentando relajar mi cuerpo. No sabía muy bien qué había pasado y qué me había hecho llegar hasta donde había llegado. Me sequé el sudor de la frente y salí hasta la calzada. Paré un taxi y me fui a mi casa. Nada más llegar me duché y juré que jamás volvería a estar en algo así; jamás…

Post data: Hoy he recibido otra invitación para una nueva exposición de Luis Nevado. Ese día iré sin ropa interior.